“El viajero de los sueños”: una odisea fantástica contada en Perú
Por el Día Mundial del Teatro, el Gran Teatro Nacional abrió sus puertas a cientos de niños con sus padres y maestros (y alguno que otro curioso como yo). La obra presentada fue, ni más ni menos, que la ganadora del Concurso Nacional Nueva Dramaturgia Peruana 2015 (categoría Teatro para Niños y Adolescentes); escrita por Diego Seminario, y dirigida por Ana Correa.
El viajero de los sueños es una obra teatral pensada para niños, pero que atrapa también a jóvenes y adultos. Si eres adicto a la mitología y todo tipo de aventuras fantásticas, esta historia te va a dar en la yema del gusto, pues el dramaturgo Diego Seminario nos demuestra que nuestro país también puede ser terreno de impresionantes peripecias.
Tras dejarse envolver por los mitología de griegos y celtas, el autor decidió lanzarse a explorar un territorio que -aunque mucho más cercano- le era casi desconocido: el panteón y la cosmología andina. Así, reconstruyó el universo mágico de los dioses y deidades incas para crear una odisea que te mantiene pegado y emocionado; más aún, tratándose de una experiencia casi vivencial, pues los personajes se desplazan dentro y fuera del escenario, haciéndote sentir sumamente involucrado.
El argumento, va sobre un niño llamado Santiago (interpretado por Yamile Caparó), quien despierta atormentado por el sueño de dos dragones enfrentándose. De pronto, percibe que no se encuentra en su cama, sino en un terreno completamente extraño. Pronto, conoce a Atoq (Miguel Campana), un joven guerrero que le involucra en la búsqueda de su maestro Nominador (Alfredo Alarcón). Atoq le explica a Santiago que se encuentran en el “Mundo Antiguo”, y que si no encuentran al maestro, no podrán vencer a la malvada bruja Layqa (Andrea Fernández), quien desea apoderarse del mundo andino y del “Nuevo Mundo”, del que viene Santiago.
Pasando a la evaluación y valoración de la obra, pienso que la misma cuenta con muchos más puntos fuertes que débiles, comenzando por una producción sumamente cuidada que se plasma en una puesta en escena preciosa. Los coloridos y elaborados trajes, en muchos casos complementados por máscaras y en otros por maquillaje, son un placer para el ojo; el sonido, la música y el juego de iluminación complementan y enriquecen las sensaciones de un escenario que -sin usar demasiados ornamentos- es capaz de trasladarte. Por su parte, las actuaciones son bastante precisas y exigentes, pues los personajes no sólo se encuentran constantemente en movimiento, sino que hacen prueba de su destreza para las acrobacias.
La que más me gustó fue la de Andrea Fernández (Layqa), quien además, a mi parecer tiene el papel más complejo a nivel psicológico y, por lo mismo, uno de los más demandantes a nivel actoral; vale decir que no es el único papel que interpreta la actriz en esta obra (también hace el papel de la serpiente Sachamama y de la hechicera acuática Warmipuquio), pero sí el más interesante. Personalmente, Layqa me agrada por el hecho de ser un personaje redondo, cuestionador y ambicioso; no es alguien que asume las cosas “como están dichas”, sino que -por el contrario- busca ver más allá, y, al no saber manejar sus propios límites, se deja arrastrar por la oscuridad.
En contraste, el resto de personajes -aunque estén muy bien interpretados de inicio a fin- son bastante planos, lo cual los hace más empáticos con el público principal de la obra (niños) que conecta más con los “buenos-buenos” y suele despreciar a los villanos; sin embargo, para adultos colados como yo, estos personajes acaban siendo los menos atractivos por lo mismo que son los más estereotipados.
En cuanto a los puntos débiles de la obra, me parece que la trama no termina de redondear el mensaje de fondo que se sugiere en algún momento: que “los dos mundos”, alcancen el equilibrio y se den la mano. Por el contrario, la crítica es bastante fuerte hacia el estilo de vida y la mentalidad occidental. Comprendo que lo que se busca transmitir es un sentimiento de conservación de las costumbres que muchas veces no sabemos valorar, así como de nuestra riqueza natural; pero, según mi percepción, al no enfatizar lo suficiente en la necesidad de armonía e integración entre culturas, se acaba reforzando la idea de “indios buenos y blancos malos”, lo cual es absurdo en un país 100% mestizo y multicultural.